Como cada mañana desde hacía mucho tiempo, se había levantado, se había preparado el café, había leido el periódico y había encendido el televisor para enterarse de lo que sucedía en el mundo.
Como cada mañana desde hacía demasiado tiempo, había llenado su soledad con las voces de los presentadores que desgranaban los últimos acontecimientos de la jornada anterior.
Pero esa mañana una noticia le había hecho mirar la pantalla.
Y esa noticia había sido como un bofetón, no, como un puñetazo en el estómago, que le había hecho salir corriendo, si a su andar apresurado se le podía llamar correr, hacia el cuarto de baño.
Minutos más tarde, ya más tranquilo, había subido al desván de la casa ancestral que habitaba desde que se había quedado solo en el mundo y allí estaba, sentado en el suelo, con el álbum familiar sobre sus rodillas, la mirada perdida y las lágrimas resbalando por sus mejillas.
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Había sido un invierno agradable.
Toda la familia se había reunido para celebrar las fiestas, la alegría imperaba en cada cosa que hacían, en cada pequeño detalle.
Y el invierno había dado paso a una primavera que se antojaba aún más grata, ya que, antes de que terminara, su hermano pequeño, el diablillo que le escondía las cosas y se desternillaba mientras él las buscaba desesperado por toda la casa, iba a hacer la 1ª comunión.
Los preparativos para la ocasión ponían nerviosa a su abuela, excitaban a su madre y exasperaban a su abuelo, que se pasaba el día recorriendo la casa, meneando la cabeza en tono reprobatorio, diciendo que esa no era manera de prepararse para recibir al Señor.
Su hermano había cambiado.
Desde que asistía a la catequesis se había vuelto más reservado, taciturno, como si cada día que pasaba fuera más consciente del momento tan trascendental que iba a vivir.
La abuela le alababa su sensatez y le recordaba el significado de la ceremonia que iba a celebrarse.
Y los días iban transcurriendo y el Gran Día se acercaba.
Aquel sábado, el día anterior al de la ceremonia, su hermano se había levantado temprano.
Tan temprano que ni las gallinas habían despertado todavía.
Cuando no apareció a la hora del desayuno nadie se preocupó demasiado. No era la primera vez que alguno de ellos salía temprano para ir al lago y ver salir el sol.
Pero cuando no apareció a la hora de la comida, salieron en su busca.
Encontraron su ropa junto al lago.
Bien doblada.
A última hora de la tarde recuperaron su cuerpo.
Dedujeron que se había dado un baño y que un calambre le había impedido llegar a la orilla lo que había provocado que se ahogara.
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Años más tarde, él era el único que quedaba de aquella familia y había decidido irse a vivir al hogar familiar.
Había arreglado un poco los desperfectos causados por los años y adecentado la que fuera su habitación, además de la cocina y el comedor. Para él solo tenía más que suficiente.
Un día subió al desván.
Allí encontró cosas que creía perdidas para siempre y recordó que la abuela no se desprendía de nada y todo lo que no se usaba lo guardaba allí.
Encontró varias cajas en la que estaban guardados sus cuadernos escolares, sus libros infantiles y todas las cosas que había dejado atrás al emprender la aventura de la vida.
También encontró las de su hermano.
Y entre ellas una carta que su hermano había escrito, dirigida a nadie, en la que exponía lo que iba a hacer.
La tinta estaba corrida en algunos puntos, signo inequívoco del llanto de su hermano mientras la escribía.
Mientras relataba como el párroco había abusado de él después de las clases de catequesis.
Mientras explicaba la vergüenza que sentía por lo que había hecho.
Mientras narraba como le corroia el alma el pecado que estaba cometiendo.
Y la imposibilidad que veía en recibir la comunión con ese pecado sobre su conciencia.
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Finalmente bajó de nuevo al comedor.
La televisión seguía encendida.
Miró el reloj y vio que era la hora de comer.
Había pasado toda la mañana allí arriba, recordando.
Miró la pantalla que volvía a emitir la misma noticia que había desencadenado los recuerdos.
A aquel hombre vestido de blanco, que decía representar a un Dios en quien había dejado de creer el día que encontró la carta de su hermano, que pedía perdón por las ovejas descarriadas que estaban causando daño a las criaturas.
Cogió la silla que tenía más cerca y la estampó contra el televisor.